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Español
Francisco J. Oroz

I. Si uno se abstuviese y apartase de los males en que consiente, e hiciese todos los bienes que conoce y entiende, no hay cosa que pudiese impedir de salvarse a los arrepentidos en quienes vive la fe de Dios que nos espera para llevarnos a buen puerto, prometiendo su merced.
 
II. Prometiendo un don valeroso hallamos a Dios tan cortés que, obrando y diciendo (aunque hagamos y digamos) lo que creemos que le disgusta, nos defiende claramente; ¡y no cumplimos sus mandamientos! No nos cobra caro, sino que, antes bien espera con paciencia a que nos tenga arrepentidos, en su bondad, pues nos formó y nos rescató.
 
III. Verdaderamente nos rescató, pues tomó muerte por su pueblo doliente, para que, si le place, llegase a él, salvo, arrepentido; pues el padre primero, Adán, cometió una culpa por la que su descendiente fue relegado a un destierro muy doloroso hasta que Dios envió acá a quien nos redimiera con su muerte.
 
IV. Pero muriendo, viviendo mal, caemos cada día en el lazo en que nos enreda con engaño el enemigo lleno de males, que nos amaestra y nos incita a su voluntad, alejados del bien, con lo que nos lleva lentamente al ardiente fuego nutrido; y aquel que se le opone está bien amaestrado en Dios.
 
V. Bien amaestrado está, de modo que no le falta nada, aquel que lo desmiente; pues enseguida es vencido el enemigo sin sentido que ha adquirido todos los malos hábitos, por lo que huye velozmente cuando su intención es descubierta y despreciada y cree que Dios dirige aquel empeño.
 
VI. Ya que el mal es tan aprendido, querido, obrado por la gente, y el bien tan poco amado, nos tiene Dios en el tormento.

 

 

 

 

 

 

 

 

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